De acuerdo con diversas encuestas (1, 2), la gran mayoría de los médicos cree que las estrategias de marketing y los incentivos de la industria farmacéutica influyen sobre las conductas de prescripción de la generalidad de sus colegas, pero no sobre las propias. Más aun, según un estudio realizado hace algunos años (Chimonas et al), los clínicos parecen estar mayoritariamente conscientes de los conflictos de interés que derivan –en su propia práctica– de aceptar obsequios y beneficios de parte de la industria, pero mantienen la firme convicción de que su juicio clínico y sus criterios de prescripción no se ven afectados (eludiendo además cualquier asomo de “disonancia cognitiva” o de experiencia subjetiva de contradicción).
Por otro lado, la evidencia acumulada acerca de la efectividad de la promoción farmacéutica resulta a estas alturas incontestable, como lo es también el hecho evidente (tan evidente que no requiere pruebas) de que si la industria gasta las gigantescas sumas de dinero que gasta en marketing es porque éstas se traducen en retornos aun mayores.
La situación parece corresponder a un caso ejemplar de «ilusión de invulnerabilidad», fenómeno descrito por los psicólogos sociales como un sesgo cognitivo que opera distorsionando nuestra percepción de los riesgos y amenazas en nuestras vidas (como la posibilidad de una enfermedad grave, de un despido, de un accidente o de un embarazo no deseado). El riesgo que aparece en este caso minimizado –menos dramático a primera vista pero no necesariamente menos problemático o peligroso– es el de ser influidos por alguien interesado en nuestra evaluación de la eficacia, seguridad y tolerabilidad de los tratamientos que indicamos (o dejamos de indicar).
Desde el punto de vista psicodinámico (Chimonas et al), son al menos tres las operaciones inconscientes que permiten al médico eludir en este caso la desagradable experiencia de contradicción o incoherencia: la negación (relacionada con el sesgo cognitivo por “ilusión de invulnerabilidad”), la omnipotencia (emparentada con el sesgo cognitivo por “enaltecimiento del yo”) y la racionalización (“mira, lo que pasa es que en el caso mío…” o “bueno, pero tienes que pensar que si no fuera por la industria farmacéutica…”, etc.)
Una de las racionalizaciones más frecuentes y aparentemente “razonables” es aquella que sostiene que mientras el médico esté consciente de la motivación interesada de los obsequios y las muestras de amistad de los visitadores médicos –por ejemplo– o de las recomendaciones de líderes de opinión pagados por compañías farmacéuticas, esa misma consciencia neutraliza cualquier posibilidad de influencia.
Los hechos, sin embargo, y los libros de contabilidad de la propia industria sugieren que la cuestión no es tan sencilla. Dicha consciencia es casi universal entre los médicos, y nada indica que contrarreste en alguna medida la efectividad del marketing farmacéutico. De hecho, existe evidencia experimental que muestra que el halago –por ejemplo– conserva su efectividad aun cuando se le conoce su naturaleza interesada e insincera, y que las recomendaciones de un tercero al que se supone más informado mantienen su poder de influencia aun cuando éste ha develado un conflicto de interés financiero en relación con la materia. Asimismo, la tendencia a la reciprocidad como respuesta a los obsequios ha mostrado operar (consciente o inconscientemente) al margen de las motivaciones atribuidas a los obsequios recibidos.
El problema de las influencias comerciales que operan actualmente sobre el criterio y la conducta de los clínicos parece haber alcanzado el rango de negación, omnipotencia y racionalización gremiales. Para superar las fallas y estereotipias del pensamiento de grupo, el médico debe asumir la tarea de una reflexión independiente y honesta, estar dispuesto a disentir en consciencia de la corriente mayoritaria y asumir sin cálculos los costos y renuncias implicadas.
Porque la invulnerabilidad –abramos los ojos– no es más que una ilusión.